Hubo un día en que estas eran las vistas de mi balcón. Daba al Reina Sofía. En él tenía una maceta con fresas. Era un balcón estrecho pero largo, así que cabían además una silla y una mesa mínimas. Fumaba observando a la gente pasar. En las cafeterías de abajo, se sentaban a tomar un café o se comían un bocata de calamares en la terraza del Brillante, con las maletas al lado, esperando la hora de su tren que salía de Atocha. Miraban el reloj sin pausa. Me imaginaba sus vidas, apuntando ideas al azar, dándomelas de escritor bohemio. A veces alzaban la vista y yo los miraba y notaba el filo de su envidia. Qué bien está ese ahí, mira qué balcón tiene, da al Reina Sofía, y tiene una planta con fresas, no es grande pero tiene una silla y una mesa… Desde afuera la gente imaginaba una vivienda de mi propiedad, con lámparas de araña, largos pasillos y ama de llaves. Pero en realidad era una habitación pequeña de un piso compartido. Los fines de semana eran ruidosos, pero no me importaba porque a veces yo era parte de ese ruido también, cuando estaba abajo en la plaza, bebiendo y cantando. Miraba las colas eternas para ver el Guernica. Dormía en una litera y abajo tenía el escritorio. Había una estantería con libros, el armario empotrado y poco más. Suficiente. Pedía comida china, me bebía media botella de vino tinto y leía o escribía hasta que me agotaba. Una mañana me levanté, abrí las ventanas del balcón y me encontré la plaza nevada.