Llegan mis cuarenta y uno. Con escasos honores inauguro el toque de queda y acepto el regalo retrasado de una hora extra, inútil bonus en una región con la luz desnortada. Tres pájaros de un tiro con el rifle encasquillado, ¿quién supera eso? Rajo el ecuador de la verja metálica (si el destino cumple su parte del trato) justo cuando se alzan ante nosotros más y más metros de muro. Afuera no habrá fiestas adultas, ni fuegos artificiales, ni sorpresas saliendo de tartas al son de una música pegadiza. Y encima ha caído en lunes. Apenas escucharé un brindis de copas rotas. Menos mal que me quedan las sonrisas inocentes de mis ninjas que prometen más sonrisas futuras. Ojalá sea. Por siempre.
El año ha pasado como en interferencias, más veloz que nunca, como enviado desde otra dimensión a este tiempo ajeno. Como si asistiera a una película escrita por un loco en un idioma que desconozco. Cualquier que sea nuestro signo zodiacal, todos, sin excepción, viviremos un cumpleaños hueco, quizá aparente por fuera, pero de interior en conglomerado. Claro que peor sería la madera noble y la mortaja, como decía la niña del cole; aquí seguimos, que es de lo que se trata, pese al sometimiento y a las dudas y a la niebla de este otoño que se presume espeso.
Si os da por brindar a mi salud, o la de otros, conviene hacerlo siempre con cuidado, paladeando lentamente el vino para asegurarse de que en su oscuridad no se ocultan cristales traicioneros. ¡Salud!