De lágrima fácil

“Una casa en Salinetas”, de Sergio Mayor (Ed. Karima)
17 diciembre, 2022
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«Cuando lo que nos mueve al llanto no es el sufrimiento propio, sino el ajeno, ello se debe a que, en
la imaginación, nos ponemos vivamente en el lugar de quien sufre…» (A. Schopenhauer).

Soy de lágrima fácil. Es algo que no puedo remediar. La verdad es que nunca lo he visto como una debilidad, sino como una consecuencia lógica de sentir la vida, de ser parte de ella, de que te atraviese y atravesarla, de sufrirla, de disfrutarla. Al dar o recibir una buena noticia, de tristeza ante un mal trago o a veces leyendo o escribiendo, de borrachera con los amigos por un chiste tontísimo, viendo una película de risa o un corto de Pixar con mis hijos… No aprieto los engranajes, dejo que las glándulas lagrimales ejerzan libremente su derecho a expresarse. ¿Suena a eufemismo para evitar decir que soy un puto llorica? Vale, lo soy. Lo admito y tengo pruebas.

Hace dos semanas lloraba de emoción en el auditorio cuando al fin vi en directo el último movimiento de la 4ª sinfonía de Mendelsshon, mi compositor preferido. Ana me miraba con los ojos encharcados también y me apretaba la mano. Ella sabía cosas y me lo había regalado para Reyes. Sabía que llevaba toda la vida escuchando ese movimiento y que al fin lo tenía ante mí. Tarde o temprano tenía que suceder. El aplauso del público se prolongó durante tantos minutos que el director de la orquesta, David Grimal, decidió ¡repetir ese movimiento una segunda vez! MI movimiento. Efectivamente: acequias, arroyos, afluentes, ríos, presas reventadas…

Les Dissonances, orquesta de David Grimal, en Murcia.Cuando acudo a un concierto de mis grupos preferidos de metal y suena uno de aquellos temas que me hacían (y hacen) vibrar de adolescente, cierro los ojos, pienso en aquel mismo chaval que no comprendía el mundo y  se abrazaba a la música para no sentir que la tierra amenazaba con resquebrajarse bajo sus pies para engullirlo todo. Entonces cuernos al cielo,  charcos, temblores, lagunas, gargantas al rojo vivo, lagos…

Estos últimos días he llorado ante la pantalla, en mi escritorio, por la muerte de una persona a quien apenas vi un par de veces, pero a quien admiraba. Mi timidez apenas me permitió dirigirme a él cuando me lo encontré y con los ojos encharcados, leyendo lo que los demás decían de él, me lo eché en cara. Hice mío todo aquel dolor. Las lágrimas como homenaje secreto, silencioso y solitario.

Cuando veo un corto con mis hijos, ellos se me quedan mirando, entre risas, cuando se acerca el momento tierno porque saben que se me va a escapar la lagrimilla. ¿Toy Story? ¿La lista de Schlinder? ¿Un documental de mapaches en La2? Torrentes, océanos. Soy un flojo, sí. Pero veo el llanto como una bendición, algo de lo que uno no debe avergonzarse, porque los ojos son tubos de escape por donde evacuamos las emociones. Llorar en las buenas y en las malas, para sanar, para crecer, para comprender. Esta tarde vuelvo al auditorio para ver a las hermanas Labéque tocando a Mozart y llevo el paquete de pañuelos en el bolsillo desde primera hora de la mañana. Se viene tsunami…

 

Imagen de cabecera extraída del videoclip de Katia & Marielle Labèque – Glass: Les Enfants Terribles (Complete Trilogy)