Globos en cuarentena

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globos trifon abad

Por un tiempo, durante el confinamiento hubo globos por toda la casa. Teníamos tres bolsas y algunos días inflábamos varios. Otros, ninguno. Otros, veinte. O cuarenta. Recuerdo que los niños decían que les iba a estallar la cabeza de tanto soplar. Pero no podían parar de inflar globos. Había por todos lados: en la bañera, por los pasillos, en la cocina, sobre las sillas… Ya se nos ha olvidado, pero eran tiempos locos en los que nada era demasiado importante. Tiempos en que lo extraño era normal. A veces se oía cómo uno se explotaba de pronto, por sorpresa, como en un suicidio solitario y discreto. Otros se nos escapaban por las tardes por la terraza. Puede que los dejáramos huir sin que los demás lo supieran. Eran gestos más delictivos que poéticos. Pronto nos cansamos de jugar con los globos. En aquellos días era fácil cansarse de todo y nadie se sentía culpable por ello. Decidí ir explotando al menos uno cada día, porque ya me agobiaban con sus colores chillones, su olor a fábrica china, su permanente invitación a la felicidad. Los reventaba con las manos, los acercaba al calor de la vitrocerámica, les clavaba agujas en un extremo con sadismo para contemplar cómo se apagaban lentamente o les hincaba afiladas puntas de lápiz por sorpresa. Albergaba la idea de que el día que terminara con todos ellos nos dejarían salir, por fin.

Antes de explotarlos los estudiaba con la curiosidad y paciencia de un zoólogo y detecté ciertos patrones. Algunos adelgazaban demasiado rápido, empequeñecían pronto como queriendo desaparecer, como si no quisieran formar parte de aquel estatismo. Comprobé que los amarillos se vaciaban antes, así que fui a por ellos primero. Otros, más envalentonados, mantenían su firmeza durante días; en eso los mejores eran los de tono azulado y violeta. En el mundo de los globos existen jerarquías y no siempre se ven marcadas por su precio, aunque es un factor que suele influir. Los de la primera bolsa eran de plástico del malo, delgados, se arrugaban como las pieles de los ancianos; los rosas formaban en la base una especie de pezones ruborizados; los naranjas al reducir su volumen recordaban a implantes caducados en clínicas estéticas que no volverían a abrir; a los rojos daban ganas de chuparlos. Los tenía todos muy controlados y me sirvieron de pasatiempo. Pero la alegría se les filtraba por las rendijas minúsculas de los nudos a medida que exhalaban sin prisa el aire. Los colores ya no me alegraban y la rutina los volvió grises, porque lo volvía todo gris: el cielo, los sueños, los arco iris. Caminábamos pateándolos, casi quitándolos de en medio como a una plaga de insectos. Los niños jugaban brevemente con ellos, a veces como por lástima. Me agotó verlos por allí cada día, como le sucede al preso con su pared, al obrero con sus ladrillos, al técnico con su pantalla, al payaso que se desmaquilla y vuelve a ver su rostro, tan lleno de insomnio y hambre.

Hoy, meses después, he encontrado uno detrás de la mesilla de noche. Agazapado. Era de los azules de la segunda bolsa, lo he sabido al instante. Aún con aire, meses después, tras sobrevivir al verano en la oscuridad de su rincón, seguía fiel esperando a esa fiesta prometida que nunca llega.