La campaña

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solidaridad

Me dice Mariana que agradece mucho que lleve tantos años colaborando con ellos, pero que necesitan más ayuda. Me pregunta si tengo un minuto para escucharla y respondo que sí. Es su trabajo y lo respeto. No es un minuto, son seis, pero sé que es una forma de hablar. Termina y me adelanta que me va a hacer una propuesta para aumentar la cuota. Le digo que no me la haga, que ya la aumenté hace un tiempo, que no es la única organización con la que colaboro, que no he dejado de hacerlo ni cuando estaba en paro (tras cesar como autónomo, sin cobrar un euro de retribución). Mariana insiste en que es una propuesta que seguro puedo asumir. Me parece escuchar un gato de fondo, pienso en ella teletrabajando, la taza de té, el calefactor a los pies, la manta de cuadros sobre las piernas y el gato ronroneando en ella. Es una estampa cálida. Le digo que no insista, por favor, que entiendo cuál es su función, que he escuchado sus argumentos y que me han conmovido (es cierto), pero que considero que quedan miles de personas que no participan en estas causas a los que puede captar, que los gobiernos deberían asumir la labor que realizamos los ciudadanos y que la obligación de la organización a la que representa es apretar y reunirse con ellos para obtener más fondos. Mariana me dice que ya lo hacen y que si no quiero escuchar la propuesta, que al menos haga una aportación extra puntual. Un pequeño esfuerzo, especifica. Su voz no tiembla, ni es suave, contiene el tono ferroso de lo comercial. Seguro que tiene razón y no supone un gran sacrificio y a ella le contabilizaría de forma positiva, como objetivo logrado. Solidaridad al cuadrado. Pero me armo de valor y le digo, amablemente, que no. Mariana acepta. Se despide educadamente, pero también malhumorada, llevo el suficiente tiempo charlado con ella como para interpretar qué esconde cada modulación de su voz. Cuelga. Yo me quedo mirando por la ventana. Me siento mal y ya no sé si es justo sentirme así o si el que no es justo soy yo.

Sé que el total de mis pocos euros al mes no repercute directamente en la aldea, ni va al cemento del pozo de agua, ni compra los sobres de alimento que esperan en el campamento. Sé que una parte de mis pocos euros sirve también para pagar también hipotecas/alquileres de decenas de Marianas. Y está bien. Llevo tiempo planteándome si moralmente siento paz u obligación al colaborar con estas organizaciones, especialmente desde aquella crisis que atravesaron debido a la opacidad contable en muchas de ellas. Un email y cancelo, sin remordimientos, sin conversaciones, sin dolor. Siempre me sucede esto cuando la campaña. La insistencia es contraproducente. Dudo. No pasa nadie por la calle. A lo lejos, un conductor atrapado pita sin pausa. Pienso en cancelar por un tiempo, pero me digo que mientras sirva un poco, bueno es, aunque sea para pagar las Whiskas del gato de Mariana, que también tiene derecho a comer como Dios manda.